Si quieres recibir nuestros artículos más recientes suscríbete aquí Don Cecilio Acosta, nace en San Diego de los Altos, el 1° de febrero de 1818. Fue el mayor de cinco descendientes del matrimonio de Ignacio Acosta y Margarita Revete Martínez. Cuando apenas contaba con diez años de edad muere su padre, convirtiéndose la madre en el centro y sostén de la familia. Por recomendaciones y consejos de Mons. Fernández se trasladan a Caracas para el año 1831, dónde ingresa al Seminario Tridentino, permaneciendo hasta 1840, año que decide abandonar la carrera eclesiástica y tomar la decisión de cursar en la Academia Militar de Matemáticas fundada y regentada por Juan Manuel Cagigal, quien le ayudó dándole en préstamo los libros necesarios para obtener el título de Agrimensor. Paralelamente inicia sus estudios de Derecho en la Universidad Central de Venezuela egresando ocho años más tarde el 6 de diciembre de 1848. Hablar de Cecilio Acosta es hablar de uno de los intelectuales más prolíficos del siglo XIX, Arturo Uslar Pietri en su programa Valores humanos con motivo al Centenario de su muerte (1981) lo define como un hombre de prestigio moral e intelectual de aquella Venezuela. Por su parte Gonzalo Picón Febres lo definirías como «un hombre de una sola pieza, y por eso no tuvo flexibilidad política; sabía que engañar es inmoralidad, y por eso no transigió con el poder, ni se dejó seducir por los halagos tentadores; antevió el fin con mirada de pensador profundo, y por eso no quiso emplear los medios de la claudicación en sus ideas». Contexto histórico A lo largo de las décadas 30 y 40 del siglo XIX, ocurrieron múltiples alzamientos, conflictos armados, insurrecciones, de corte militar y civil. De estos movimientos podemos destacar tres periodos, como los más resaltantes por sus acciones y alcances. El primero de ellos, La Cosiata (1826-1830) que enfrentó a oficiales simpatizantes al libertador, que manifestaron un fuerte repudio a la separación de Venezuela de la Gran Colombia. La segunda serie de insurrecciones, ocurrió entre 1835 y 1836, llamada la Revolución de las Reformas, liderada en principio por el General Santiago Mariño y luego liderada por José Tadeo Monagas, insurrección que buscaba oponerse al continuismo en el poder del General José Antonio Páez, quién ejercía su poder a través de la figura de José María Vargas. El tercero de estos alzamientos fue la Rebelión Popular de 1846-1847, también llamada, Insurrección Campesina. Para Noviembre-Diciembre de 1846, Cecilio Acosta escribe en el periódico el Centinela de la Patria un artículo titulado: los dos elementos de la sociedad, allí desglosa los dos elementos que se encuentran —para bien o para mal— unidos en toda sociedad: las ideas y la fuerza. Para Cecilio Acosta la fuerza es el movimiento ciego de toda voluntad, todas las pasiones torpes del egoísmo, todo lo que mira al individuo, y nada a la comunidad. «Por eso mata en vez de crear; por eso es envidiosa, vengativa, cruel. Armada del hacha destructora, se presenta al alcázar de la sociedad, para derribar sus puertas; va a robar, va aniquilar, allí hay riquezas, fortuna, honor, propiedad, talento, gloria, heroísmo; y fuerza de que todo perezca, o que sea mío» Del mismo modo más adelante afirma: «La fuerza es quién sopla el fuego de las rebeliones, que no hace más que conmover el edificio social; y arma el brazo de la guerra para que lo acabe a golpes de martillo, y dentro de poco lo atierre, y no le deje después sino piedras amontonadas en la era, y ruinas desastrosas en que gozarse, sentada sobre ellas como el genio del mal. (…)» Su pluma civilista Don Cecilio Acosta, escribe en prosa y se mueve entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, propio del Positivismo venezolano, su rico lenguaje es diáfano y preciso, envuelve al lector en una atmosfera intelectual, donde la ordenación sistemática de las ideas trasmite en todos sus escritos el contenido ideológico que desea trasmitir, no es más que la pluma civilista, ante la barbarie de las revoluciones vividas y por vivir, pareciese su escritura un constante poema a la Patria, un clamor ciudadano, que más que melancólico (producto de su situación económica) es un canto a la posteridad civilista, que se debe alejar del imperio de la fuerza encarnada en el despotismo, “una anarquía, que ha sabido siempre disfrazarse con el manto de la soberanía popular, ora arrastrada por el fango de los vicios”. La paz y la reconciliación nacional se convierten en una quimera por el “heroísmo” de la guerra, buscando la paz, un bienestar que no encuentra, pues ha sido arrebatada infelizmente en el largo camino de las vicisitudes. La visión teológica desplegada a lo largo de su obra es reflejo de las enseñanzas recibidas desde la infancia, allí expresa el castigo que la providencia de Dios hace como escarmiento a los malos, aquellos que castigan el crimen con crimen y la fuerza con fuerza, cuando se deja obrar a los malos, no es más que el resultado de pasiones torpes o deseos impuros, «prepara a los pueblos en estas sacudidas violentas que trastornan las sociedades, lecciones terribles de desengaño». El enfrentamiento armado es una lucha de poder, por el poder mismo, la guerra entre pueblo y pueblo solo trae males, desolación, desdichas, muerte, solo el que comanda la guerra ve júbilo en las lágrimas, quién termina devorando al pueblo bajo el manto de la paz, disipándola como estela de humo luego de un combate. La sociedad debe vivir en una sana filosofía, el género humano debe estar criado para la felicidad, la paz y la conservación de sus relaciones y si esa paz y esas relaciones pueden verse con frecuencias turbadas por la fuerza, que obra sin saber, es preciso que haya un elemento más eficaz para que dirija, que mande y sea obedecido. «Ese elemento es el que hemos llamado al principio de nuestro artículo, las ideas, la inteligencia, el pensamiento». Con el pensamiento, surge la interpretación de la realidad del hombre, la cosmovisión que