Cuenta una antigua leyenda que un Capitán llamado Antonio Santos llegó en sus exploraciones hasta el mismísimo Dorado, tierra ambicionada por los alemanes cuando gobernaron Coro y de la cual se desprende la novela «La luna de Fausto» de Francisco Herrera Luque. Dicha leyenda describe aquel lugar perdido y ambicionado.
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El Capitán Antonio Santos
Entre voces ha recorrido la leyenda del Dorado, y de esa misma forma, la del español que llegó a él. Aunque la más común dice que fue en busca de sus tesoros y encontro mil maldiciones, Celestino Peraza nos da diferentes luces sobre lo que motivó al explorador a penetrar la sierra de Paracaima, hasta la cumbre de Parakambo, en plena Guayana venezolana, ante el imponente Roraima y sus alrededores.
Existe una fuerza que puede mover a los hombres que supera la misma ambición por lo material y es el amor o la compañía de una mujer que pueda complementar su vida. El capitán había enviudado dos veces y descubrió en sus expediciones algo en que enfocar su energía y pensamientos. Fue el encuentro con Macapú, cacique de los arecunas, lo que impulsó al explorador a emprender su viaje, pero sus razones fueron muy lejanas a lo que muchos creerán. De la boca del nativo supo que en la cima de la sierra habitaban especies superiores que eran: los rayas con la boca en el ombligo; los cíclopes, altos y con un ojo en la frente y los cabeza de perro.
Antonio Santos, viudo, había vivido relaciones conflictivas donde sus señoras habían sido mujeres celosas, mientras él, un hombre de poca fuerza para soportar la tentación del sexo opuesto. Al saber de la posibilidad de conocer mujeres de otras razas, pensó que podía hallar en ellas la libertad de amar sin ser celado. Macapú, el apoto¹ arecuna, ante la insistencia, aceptó guiar al capitán hasta el pie de la sierra, pero no más, porque él tenía prohibido ir más allá.
El trono de Amalivac
Varios días tomaron al capitán y sus hombres para hallar la entrada que los guiaba al lugar donde habitaban aquellas razas que relataba Macapú. Celestino describe aquella travesía de los exploradores de la siguiente forma:
«Entró en su pequeña embarcación por la boca del Caroní… grandiosas cascadas contemplaron con admiración donde se pierde hace siglos una fuerza de quinientos mil caballos, suficiente para mover una línea férrea desde el Orinoco hasta la región aurífera… pasaron frente Caruachi, Guri, San Serafín, San Pedro… Atravesaron luego la Sierra Paracaima erizada por filones auríferos intocados hasta ahora; descendieron al monte Umarida, donde nace el río Sirumu; siguieron las aguas de éste que caen al río Branco, y por este continuaron navegando hasta la desembocadura de Macayai donde llegaron empezando a oscurecer, después de sesenta días de navegación… Alzaron la vista hacia la cumbre de Parakambo, de 2508 metros de alturas y tuvieron que cerrar los ojos deslumbrados por los rayos que la coronaban».
A 300 pies dieron con una caverna donde cada pocos pasos tropezaban con huesos humanos en lo que parecía ser las ruinas de una ciudad perdida en el tiempo. Al salir de la necropolis y llegar a la cima se encontraron con aquellas razas que les había relatado el arecuna. Las criaturas los rodearon y llevaron hasta la casa del anciano Torocaima, que habitaba en el lugar. En perfecto castellano este les conversó y sorprendedido, el nativo después de un largo interrogatorio, preguntó:
—¿No es la tentación del oro, el deseo de encontrar el Dorado, lo que os hizo subir a esta montaña?
—En parte puede ser eso también, pero no por codicia, sino por la novedad, por el mérito de ser el primero en encontrarlo, —explicó el Capitán—.
—Pues bien, lo habéis logrado, estás en el Dorado. Estás en el imperio de Cora Capac, llamado Amalivac por los aborígenes de América, pero debes saber que el mortal que llega al Dorado no vuelve a su país, debe prepararse a vivir o morir aquí si llegasen a intentar escaparse.
Para el Capitán fue sencillo decidir quedarse y luego de un tiempo interrogó al anciano quien le explicó que la dinastía Capac no desapareció, sino que Manco Capac huyó junto a su mujer Mama-Cusi y su servidumbre superviviente, hasta que llegaron al Dorado. El capitán deseaba una mujer de otra raza, que no lo celara, a lo que el anciano Torocaima le dijo que tenía lo que buscaba. Antonio Santos y sus hombres fueron llevados ante el Inca y ahí se le ofreció al capitán la mujer que soñaba. Estaban en el Palacio de oro de Cora Capac y tenía frente a él a una mujer hermosa hecha a su medida. El explorador no dudó en hacerle una cortesía pero esta no se inmutó. Torocaima le explicó que la mujer era ciega, así que entonces intentó hablarle pero esta no respondió. Entonces el anciano le dijo que tampoco podría responderle porque además de ciega era sordomuda. Frustrado el Capitán replicó.
El viejo, sabio, le explicó que una mujer que no sea celosa solo puede encontrarse en las estatuas, pero que él le ofrecía una mujer que de cinco sentidos tenía dos, lo que disminuye en tres partes los temores de conflicto. Con esta explicación, el capitán cedió y aceptó el presente que recibía.
Seis meses después el capitán apareció en el Delta, narrando sus historias y lo que había descubierto, pero muchos se preguntaron ¿Cómo y por qué se escapó?
—Fingí que había muerto, fui arrojado a la caverna de los cadaveres y luego salí por donde había entrado.
Cuando la gente le pedía volver, el se negaba, porque allá estaba su mujer, mucho más temible que sus difuntas, porque al carecer de sus otros sentidos había desarrollado el olfato y el tacto de tal forma que le perseguía por el olor y como no podía llorar ni insultar, le expresaba sus rabias o reclamos con sus uñas sobre su carne.
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Fuente
El trono de Amalivac, Celestino Peraza.