De la nada a Venezuela: un breve repaso de nuestro nombre

José Paniagua

Autor

antiguo mapa de venezuela

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En la conformación de la identidad venezolana, diversas herencias culturales convergieron en erigir un rostro firme y recio sobre la firmeza de estas admirables tierras de nuestro país, dando inicio a sus andanzas en la historia de América. Más allá de una etiqueta indiferente o identificación superflua, el nombre le otorga al ser del objeto un sentido y destino, dándole fuerzas para el cumplimiento de misiones históricas.

En un principio pudimos ser graciteños, habitantes de Tierra de Gracia, primer bautizo que recibe el suelo venezolano a la llegada del Almirante Colón. También fuimos denominados, junto a la vasta extensión de la reciente masa continental descubierta, como Tierra Firme o Costa Firme, subrayando la percepción de los navegantes europeos frente a la inmensidad de las tierras que se les abrían como posibilidad de exploración y más tarde, de conquista. Este nombramiento duraría hasta el siglo XIX, en donde escritores, como el francés Francisco Depons, residido en Caracas, nombra así al territorio nacional en uno de sus libros. En una carta de Colón a los reyes, se les llamó a las tierras venezolanas, durante buen tiempo, Paria. El nombre proviene directamente del territorio que se le conoce como Península de Paria y antes Tierra de Gracia. Sus márgenes geográficos se hallan en el extremo norte de la serranía del litoral oriental, en el estado Sucre. Era un nombre indígena fácilmente acomodable a las lenguas occidentales, pero que no duró mucho más.

Por supuesto, en aquella tierra sin nombre claro, dividida y sin enlaces fundamentales que la unieran en un cuerpo político, social o cultural coherente, fueron emergiendo nombres provinciales, como Coro o la Nueva Andalucía, dando paso a las futuras erosiones regionalistas que desataría el furor en los siguientes siglos. Pero son Alfonso de Ojeda y Américo Vespucio, en su célebre recorrido por el Lago de Maracaibo, por allá en la expedición de 1499, después de una perturbadora experiencia en canoas de temibles y peligrosos caníbales, los encargados de dar, en ese instante, una insustancial clasificación comparativa, casi insignificante, que les recordaba a la ciudad de Venecia, por sus similitudes de área y construcciones sobre el agua. Ese nombre que pronuncian es el de “Venezuela”, la pequeña Venecia.

Venezuela es, durante el principio de su mención, una referencia, una cosa nueva, algo que no ostenta significación alguna, o que carece de importancia capital. Pero ese tono frágil, ese color pálido que destila su invocación, va dejándose de lado y empieza a adquirir una altura propia, un tinte fulgurante, un sentido de autonomía que cubre los rincones de los suelos de Coro, de la Nueva Andalucía, de la Costa y de los Andes, un nombre transportado por el Orinoco y que se oye en las calles de la Provincia de Caracas y lejos, allá en la Península. El nombre despierta en la mente de los oyentes esa vastedad de selvas, ríos, nuevos hombres, nuevas oportunidades, de un mundo que aparece de súbito y que desplaza las visiones de palacios y canales de quien anteriormente constituía su referencia. Todo lo que fue compuesto de inconexas zonas geográficas ahora es un mosaico retratado por la pluma de aquel nombre, que lentamente armaron las piezas que ilustran el rostro unido de Venezuela. El paisaje de lo caníbal, violento y sucio se reduce a su mínima expresión, se va desplazando la visibilidad de unas tierras salvajes, ignorantes. Un hálito incomprensible se concentra en cada voz que aduce a ese poderoso nombre que resiste a los tiempos, a las transformaciones históricas, a las épocas de la colonia, de la independencia, de las guerras regionales, de las disputas intestinas. El asentamiento de este título que da existencia y convivencia análogas al conjunto de regiones que se formarán al interior de nuestra patria es admirable, por cuantos cambios de nombramientos sufren los suelos vecinos, como la Presidencia de Quito, Nueva Granada o el Alto Perú. Esa resonancia asombrosa le insufla un resplandor singular al suelo patrio, dándole dominio de sí mismo ante todos y todo.

Mencionemos a la seductora y agraciada “Colombeia”, íntima creación de Miranda, proyección prestigiosa del portentoso plan de unificación continental, una larga y vasta nación unida por los lazos de la historia y de los cielos. Será después Colombia, denominación recogida por Bolívar para materializar aquel propósito desbordante de grandeza, que refleja la visión inalcanzable de horizontes políticos y sociales desconocidos para los pueblos nacientes de la Independencia. El descomunal bosquejo de gran nación se disipa entre los revanchismos de la época, pudriéndose en esa olla podrida de enemigos y ambiciones desmesuradas, truncando la posibilidad del nacimiento de un bloque unido ante las influencias de los poderes extranjeros. De esa manera, la desaparición de Colombia, el anhelo de tres pueblos solidificados en un país soberano, culmina abruptamente. Neogranadinos, quiteños y venezolanos regresan a los puntos de partida, pero el continente cambiaría. Colombia, Ecuador y Bolivia cambian sus antiguos nombres. Aunque en las conformaciones políticas del país las variaciones de acompañamientos al nombre (Capitanía General, Estados Unidos, entre otros) de Venezuela van evolucionando, esto nunca afecta la mantención primaria. Solo una nación conserva su título, el aliento impregnado de los exploradores, ese soplido de letras que formó Vespucci en las riberas del lago en Maracaibo, esa endeble denominación que fue tomando figura respetable y abrazando las anchuras de los territorios regionales, ese título de carácter irrenunciable que es insignia de todos sus hijos de tierra, que no es otro que el de Venezuela.

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