Negro primero y Bolívar

Germán Jiménez

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El negro primero, como todo hombre primitivo, tenía un gran amor por los uniformes brillantes. Cuando el Libertador  iba a encontrarse por primera vez con el general Páez, dice éste que el negro «recomendaba a todos muy vivamente que no fueran a decirle al Libertador que él había servido con el ejército realista» semejante recomendación bastó para que a su llegada le hablara a Bolívar del negro con entusiasmo, refiriéndose al empeño que tenía en que no se supiese que él había estado al servicio del rey.

Cuando Bolívar le vio por primera vez, se le acercó con mucho afecto, y, después de congratularse con él por su valor, le dijo:

—Pero, ¿qué le movió a usted a servir en las filas de nuestros enemigos?

—Miró el negro a los circundantes como si quisiera encontrarles la indiscreción que habían cometido, y dijo después:

—Señor, la codicia.

—¿Cómo así?— le preguntó Bolívar.

—Yo había notado —continuo el negro— que todo el mundo iba a la guerra sin camisa y sin una peseta y volvía después vestido con uniforme muy bonito y con dinero en el bolsillo. Entonces yo quise ir también a buscar fortuna y más que nada a conseguir tres aperos de plata: uno para el negro Mindola, otro para Juan Rafael y otro para mí.

La primera batalla que tuvimos con los patriotas fue la de Araure; ellos tenían más de mil hombres, como yo se lo decía a mi compadre José Félix; nosotros teníamos mucha más gente y yo gritaba que me diesen cualquier arma con que pelear, porque yo estaba seguro que nosotros íbamos a vencer. Cuando creí que se había acabado la pelea, me apeé de mi caballo y fui a quitarle una casaca muy bonita a un blanco que estaba tendido y muerto en el suelo. En ese momento vino el comandante: “¡A caballo!”

—¿Cómo es eso —dije yo— pues no se acabó esta guerra?- Acabarse, nada de eso; venía tanta gente que parecía una zamurada.

—¿Qué decía usted entonces?— dijo Bolívar.

—Deseaba que fuésemos a tomar paces. No hubo más remedio que huir y yo eché a correr en mi mula, pero el maldito animal se cansó y tuve que coger el monte a píe. Al día siguiente yo y José Félix fuimos a un hato a ver si nos daban de comer, pero su dueño cuando supo que yo era de las tropas de Yañes me miró con tan malos ojos que me pareció mejor huir e irme a Apure.

—Dicen —le interrumpió Bolívar— que allí mataba usted las vacas que no le pertenecían.

—Por supuesto — replicó— y, si no, ¿Qué comía? En fin, vino el Mayordomo, así llamaban los llaneros a Páez, a Apure y nos enseñó lo que era la patria y que la diablocracia no era ninguna cosa mala, y desde entonces estoy sirviendo con los patriotas.

Esta anécdota  revela la mentalidad de la mayoría de los hombres que después de haber servido con Boves y Yañes, cometiendo los más espantosos crímenes convirtiendo el territorio entero de Venezuela «en un vasto campo de carnicería», vinieron a ser, con Páez, Monagas, Cedeño, Zaraza, los heroicos defensores de la independencia; y además comprueba el prestigio que iba conquistando la causa de la patria en el seno de las bajas clases populares, a los esfuerzos enormes de los próceres. Ya la patria podía ofrecer a los que abandonaban las filas realistas lo que constituía para ellos una ilusión: un uniforme y un apero; ya podía abrirles el camino de los honores, elevando hasta los esclavos como Pedro Camejo, a las altas jerarquías militares.


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